Un problema

Existe un cuento de Jorge Luis Borges, llamado «Un problema». Este cuento relata muy bien lo que nos puede estar pasando actualmente en nuestra sociedad con la irrupción de ciertas ideas o movimientos que ponen en peligro nuestra forma de vida por ideas que nadie se atreve a desmentir una vez que la rueda a empezado a andar. 

El cuento versa sobre don Quijote de La Mancha, el héroe epónimo de la famosa novela de Miguel de Cervantes. Don Quijote crea para sí un mundo imaginario en el que él es un campeón legendario que está dispuesto a luchar contra gigantes y salvar a doña Dulcinea del Toboso. En realidad, don Quijote es Alonso Quijano, un anciano caballero rural, la noble Dulcinea es una ordinaria muchacha pueblerina de una aldea cercana y los gigantes son molinos de viento. ¿Qué ocurriría, se pregunta Borges, si a partir de su creencia en tales fantasías don Quijote atacara y matara a una persona real? Borges se plantea una pregunta fundamental acerca de la condición humana: ¿qué ocurre cuando los relatos que teje nuestro yo narrador nos causan gran daño o lo causan a los que nos rodean? 

Hay tres posibilidades principales, sostiene Borges. Una opción es que no ocurra casi nada. Don Quijote no se preocupará en absoluto por haber matado a un hombre real. Sus delirios son tan abrumadores que es incapaz de ver la diferencia entre este incidente y su duelo imaginario con los gigantes que son molinos de viento. Otra opción es que después de adoptar una vida real, don Quijote se sienta tan horrorizado que acabe saliendo de sus delirios. Esto sería equiparable al joven recluta que va a la guerra creyendo que es bueno morir por su país, pero que acaba completamente desilusionado por las realidades de la guerra. 

Y hay una tercera opción, mucho más compleja y profunda. Mientras luchaba contra gigantes imaginarios, don Quijote simplemente actuaba, pero una vez que haya matado a alguien, se aferrará con todas sus fuerzas a sus fantasías, porque serán lo único que dará sentido a su terrible crimen. Paradójicamente, cuantos más sacrificios hacemos para construir un relato imaginario, tanto más fuerte se vuelve el relato, porque deseamos con desesperación dar sentido a esos sacrificios y al sufrimiento que hemos causado. 


En política, esto se conoce como el síndrome de «nuestros muchachos no murieron en vano». En 1915, Italia entró en la Primera Guerra Mundial al lado de las potencias de la Entente. El objetivo declarado de Italia era «liberar» Trento y Trieste, dos territorios «italianos» que el Imperio austrohúngaro conservaba como propios «injustamente». Los políticos italianos pronunciaron discursos incendiarios en el Parlamento en los que juraban reparaciones históricas y prometían un retorno a las glorias de la antigua Roma. Centenares de miles de reclutas italianos se dirigieron al frente gritando «¡Por Trento y Trieste!». Creían que sería un paseo. 

Pero en absoluto lo fue. El ejército austrohúngaro tenía una fuerte línea defensiva a lo largo del río Isonzo. Los italianos se lanzaron contra ella en 11 sangrientas batallas que les reportaron a lo sumo algunos kilómetros, y nunca consiguieron asegurar un avance. En la primera batalla perdieron a 15.000 hombres. En la segunda, a 40.000. En la tercera, a 60.000. Así continuó la cosa durante más de dos terribles años hasta el undécimo combate, cuando los austríacos contraatacaron: en la batalla de Caporreto derrotaron completamente a los italianos y los hicieron retroceder casi hasta las puertas de Venecia. La gloriosa aventura se convirtió en un baño de sangre. Al final de la guerra, casi 700.000 soldados italianos habían muerto y más de un millón habían resultado heridos.
Después de perder la primera batalla de Isonzo, los políticos italianos tenían dos opciones. Podían admitir su error y firmar un tratado de paz. Austria-Hungría no tenía reclamaciones contra Italia, y habría firmado de buen grado un tratado de paz porque estaba atareada luchando por su supervivencia contra los rusos, mucho más fuertes. Pero ¿cómo podían los políticos dirigirse a los padres, viudas e hijos de los 15.000 soldados italianos muertos y decirles: «Lo sentimos, ha habido un error. Esperamos que no se lo tomen a mal, pero su Giovanni murió en vano, al igual que su Marco»? Alternativamente, podían decir: «¡Giovanni y Marco fueron héroes! Murieron por que Trieste fuera italiana y nos aseguraremos de que no hayan muerto en vano. ¡Seguiremos luchando hasta que la victoria sea nuestra!». No es de sorprender que los políticos prefirieran la segunda opción. Así, se empeñaron en una segunda batalla y perdieron a otros 40.000 hombres. Los políticos decidieron de nuevo que sería mejor seguir luchando, porque «nuestros muchachos no murieron en vano». 

Pero no se puede culpar solo a los políticos. También las masas apoyaban la guerra. Y cuando después de la guerra Italia no recuperó los territorios que reclamaba, la democracia italiana puso al frente a Benito Mussolini y a sus fascistas, que prometieron que obtendrían para Italia una compensación adecuada por todos los sacrificios que había hecho. Aunque para un político es difícil decir a unos padres que su hijo no murió por una buena causa, es mucho más difícil para unos padres decírselo a sí mismos…, y más duro aún para las víctimas. Un soldado mutilado que hubiera perdido las piernas preferiría decirse: «¡Me sacrifiqué por la gloria de la eterna nación italiana!» que: «Perdí las piernas porque fui lo bastante estúpido para creer a unos políticos egocéntricos». Es mucho más fácil vivir con la fantasía, porque la fantasía da sentido al sufrimiento.